FUENTE
Tres cuartos de hora antes de la emisión en directo de un dramático televisivo sobre el holocausto nazi, el guionista Rod Serling es abordado por el productor del programa para comunicarle un cambio de última hora. Las presiones del patrocinador del espacio (una compañía de gas) obligaban a eliminar una de las escenas cumbre, en la que varios judíos son enviados a las duchas para ser gaseados. De no ser así, la empresa retiraría la financiación para evitar posibles perjuicios comerciales y el programa sería cancelado.
La anécdota puede sonar a broma (de hecho, Martin Ritt la aprovechó para su película La tapadera) pero no era la primera vez que Serling se veía obligado a reescribir una de sus obras por las imposiciones de la mercadotecnia. Tampoco sería la última, pero para Serling esa fue la gota que colmó el vaso. A pesar del prestigio profesional de Réquiem por un peso pesado (todavía considerado por muchos como el mejor guión televisivo de la historia), las constantes injerencias externas le impedían realizarse plenamente como artista. Sus vivencias como ex-boxeador y veterano de guerra modelaron su carácter, haciéndole proclive al relato pesimista y los dramas de trasfondo social, siempre dentro los estrictos límites impuestos por las cadenas de televisión de la época. Así nace The Twilight Zone: como un subterfugio de autor para abordar temas espinosos de la actualidad de la época como la lucha por los derechos civiles, la caza de brujas o la amenaza atómica, esquivando las tijeras de la censura bajo el amparo del género fantástico. Aprovechando la coartada de los viajes en el tiempo, los visitantes extraterrestres o los pactos demoníacos, cada guión es susceptible al comentario social y la cuestión ética. Durante la gestación de la serie, Serling llegó a trabajar hasta 18 horas diarias y escribir guiones en menos de 40 horas. Se reservó el papel estelar de presentador a lo Alfred Hitchcock y acertó a la hora de rodarse de los mejores escritores (Richard Matheson, Charles Beaumont, Ray Bradbury) y a pesar de lo escaso de su presupuesto, consiguió reunir a grandes talentos delante (Burgess Meredith, Charles Bronson, Lee Marvin, Mickey Rooney, Robert Redford) y detrás de las cámaras (Don Siegel, Stuart Rosenberg, Richard Donner, Jacques Tourneur, John Brahm y Mitchell Leisen).
La serie se mantuvo seis años en antena, superando en calidad a sus imitadoras (The Outer Limits, Cuentos Asombrosos) y reencarnaciones posteriores, que no supieron (o no pudieron) estar a la altura de su referente clásico. En 1986, John Landis, Steven Spielberg, Joe Dante y George Miller sumarían esfuerzos para llevar al cine algunos de los episodios originales a modo de homenaje. El actor Vic Morrow (padre de Jeniffer Jason Leigh) falleció en un trágico accidente durante el rodaje del segmento dirigido por Landis, comprometiendo el futuro comercial del largometraje, que conocería un éxito más bien discreto en nuestro país bajo el título de En los límites de la realidad.
La influencia de la serie en el posterior devenir del género fantástico trasciende la muerte de su creador en 1975, anticipando los logros de Richard Kelly, J.J. Abrams y Charlie Brooker. Sin ir más lejos, capítulos como A World of Difference (1960) y Little Girl Lost (1962) prefiguran El show de Truman (Peter Weir, 1998) y Poltergeist (Tobe Hopper, 1982).
La anécdota puede sonar a broma (de hecho, Martin Ritt la aprovechó para su película La tapadera) pero no era la primera vez que Serling se veía obligado a reescribir una de sus obras por las imposiciones de la mercadotecnia. Tampoco sería la última, pero para Serling esa fue la gota que colmó el vaso. A pesar del prestigio profesional de Réquiem por un peso pesado (todavía considerado por muchos como el mejor guión televisivo de la historia), las constantes injerencias externas le impedían realizarse plenamente como artista. Sus vivencias como ex-boxeador y veterano de guerra modelaron su carácter, haciéndole proclive al relato pesimista y los dramas de trasfondo social, siempre dentro los estrictos límites impuestos por las cadenas de televisión de la época. Así nace The Twilight Zone: como un subterfugio de autor para abordar temas espinosos de la actualidad de la época como la lucha por los derechos civiles, la caza de brujas o la amenaza atómica, esquivando las tijeras de la censura bajo el amparo del género fantástico. Aprovechando la coartada de los viajes en el tiempo, los visitantes extraterrestres o los pactos demoníacos, cada guión es susceptible al comentario social y la cuestión ética. Durante la gestación de la serie, Serling llegó a trabajar hasta 18 horas diarias y escribir guiones en menos de 40 horas. Se reservó el papel estelar de presentador a lo Alfred Hitchcock y acertó a la hora de rodarse de los mejores escritores (Richard Matheson, Charles Beaumont, Ray Bradbury) y a pesar de lo escaso de su presupuesto, consiguió reunir a grandes talentos delante (Burgess Meredith, Charles Bronson, Lee Marvin, Mickey Rooney, Robert Redford) y detrás de las cámaras (Don Siegel, Stuart Rosenberg, Richard Donner, Jacques Tourneur, John Brahm y Mitchell Leisen).
La serie se mantuvo seis años en antena, superando en calidad a sus imitadoras (The Outer Limits, Cuentos Asombrosos) y reencarnaciones posteriores, que no supieron (o no pudieron) estar a la altura de su referente clásico. En 1986, John Landis, Steven Spielberg, Joe Dante y George Miller sumarían esfuerzos para llevar al cine algunos de los episodios originales a modo de homenaje. El actor Vic Morrow (padre de Jeniffer Jason Leigh) falleció en un trágico accidente durante el rodaje del segmento dirigido por Landis, comprometiendo el futuro comercial del largometraje, que conocería un éxito más bien discreto en nuestro país bajo el título de En los límites de la realidad.
La influencia de la serie en el posterior devenir del género fantástico trasciende la muerte de su creador en 1975, anticipando los logros de Richard Kelly, J.J. Abrams y Charlie Brooker. Sin ir más lejos, capítulos como A World of Difference (1960) y Little Girl Lost (1962) prefiguran El show de Truman (Peter Weir, 1998) y Poltergeist (Tobe Hopper, 1982).
CAPÍTULOS MÍTICOS
- Nightmare at 20,000 feet (1963) encabeza esta lista por varias razones. Pero la más importante de todas, al margen de sus incuestionables méritos artísticos, es su enorme popularidad. Con el paso del tiempo, el recuerdo de William Shatner aterrorizado por un monstruo en pleno vuelo se ha convertido en uno de los iconos más emblemáticos de la serie, siendo objeto de innumerables homenajes, dentro y fuera de la pequeña pantalla, incluyendo su correspondiente adaptación cinematográfica con un extraordinario John Lithgow.
Partiendo de un antológico relato de cosecha propia, el libreto de Richard Matheson lleva al paroxismo el miedo a volar y le regala uno de los papeles de su vida a Shatner, años antes de enfundarse el pijama espacial del Capitán Kirk. El actor ya había protagonizado otra de sus inquietantes ficciones para la serie (Nick of Time) y ambos repetirían alianza en un capítulo de culto de Star Trek, The Enemy Within. Matheson elogió tanto la labor del actor como del director (un jovencísimo Richard Donner) pero se mostró decepcionado por el diseño de la criatura. En su opinión "se veía algo ridículo; parecía un huraño osito de peluche".
- It's a good life (1961). “Este es el monstruo. Se llama Anthony Freemont. Tiene seis años de edad, un dulce rostro infantil y hermosos ojos azules…”. Stephen King nunca ha tenido reparos en describirse a sí mismo como “un producto de La Dimensión Desconocida”. Como la mayoría de chavales de su generación creció fascinado con la serie, que acabaría ejerciendo una poderosa influencia en su posterior carrera como escritor. Tal vez por eso el eco de este capítulo resuene poderosamente en Los chicos del maíz (Fritz Kiersch, 1984), del mismo modo que esta adaptación de Serling del relato original de Jerome Bixby evidencia su deuda con El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960).
Convertir los caprichos de un mocoso en una parábola sobre la represión de la vida en provincias no está al alcance de cualquiera, como se encargaría de confirmar el remake cinematográfico de Joe Dante. La resolución del original es mucho más oscura y terrible, sin necesidad de recurrir al guiño nostálgico ni a la cultura popular para aliviar el mal trago. El episodio conocería una secuela en su revival de 2002, titulado It's Still a Good Life, con Bill Mummy (el niño protagonista) y Cloris Leachman (su aterrorizada madre) repitiendo sus respectivos papeles cuarenta años más tarde. Como curiosidad, señalar que la propia hija de Mummy, Liliana, interpreta en la ficción a la pequeña Audrey, perpetuando así la tradición familiar.
- Eye of the beholder (1960). Si existe un capítulo que resuma las constantes del estilo de Rod Serling, sin duda es éste. El espectador asume un planteamiento cotidiano y realista: en un hospital, una mujer espera el resultado de su operación de cirugía estética. Pero a medida que avanza el metraje la incertidumbre de la protagonista comienza a adquirir visos más grotescos. El brillante golpe de efecto propuesto por Serling se sostiene gracias al esfuerzo de planificación de Douglas Heyes: todo un prodigio de austeridad, ritmo y rigor narrativo, que insinúa más de lo que muestra mediante una puesta en escena casi expresionista.
La inversión final del punto de vista nos invita a reflexionar sobre el distorsionado ideal de belleza de una sociedad víctima de las apariencias. Por más que los la excelente banda sonora del gran Bernard Herrmann contribuya a dotar al episodio de una atmósfera de ciencia-ficción, su mensaje sigue tan vigente como el primer día. Y eso es lo más inquietante de todo.
- The invaders (1961). En nuestro recorrido resulta inevitable volver una y otra vez sobre Richard Matheson. Ya sólo como guionista de la serie, el autor de Soy Leyenda (1954) y El increíble hombre menguante (1957) merecería un capítulo aparte; bien sea adaptando material propio (véase Night Call, magistralmente dirigido por Jacques Tourneur) o firmando libretos originales como el que nos ocupa.
Siguiendo con la máxima de "menos es más", Douglas Heyes vuelve a obrar el milagro. Los rigores de la producción obligaron a desarrollar la historia en un único escenario, reciclando maquetas y atrezzo de Planeta Prohibido (Fred McLeod Wilcox, 1956) sin que el resultado se resintiese lo más mínimo. La soberbia interpretación de Agnes Moorehead en el papel de una granjera acosada en la intimidad de su hogar por unos extraños invasores, se convierte en la principal atracción de un capítulo que prescinde de los diálogos, en favor de la sensacional partitura de Jerry Goldsmith. Eso por no hablar de la sorpresa final, sencillamente memorable.
-Shadow play (1961) es un ejemplo de la impronta visionaria del malogrado guionista Charles Beaumont. A pesar de su temprana muerte, víctima de una extraña enfermedad degenerativa, nos legó una fecunda obra que clama por una inmediata reivindicación. Esta historia, sobre la pesadilla recurrente de un reo condenado a muerte, ofrece una visión de la realidad conceciba como "un sueño dentro de otro sueño". Los paralelismos metalingüísticos con Pesadilla en Elm Street (Wes Craven, 1984) y Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993) no son casuales y se prolongan -si me apuran- hasta Abre los ojos (Alejando Amenábar, 1997) y Orígen (Christopher Nolan, 2010).
A caballo entre el cine negro y la alegoría siniestra, el realizador John Brahm orquesta una pieza de cámara basada en el montaje fragmentado y los planos subjetivos, de una postmodernidad inintencionada pero aplastante. Y lo consigue sin abandonar la economía de medios, haciendo gala de un sombrío tono onírico que sintoniza con el David Lynch de Carretera perdida (1997) y alecciona sobre los límites de la ficción y la vida misma, concebida como un sueño dentro de un sueño. Ese territorio sin mapas que todavía conocemos como La Dimensión Desconocida.
Partiendo de un antológico relato de cosecha propia, el libreto de Richard Matheson lleva al paroxismo el miedo a volar y le regala uno de los papeles de su vida a Shatner, años antes de enfundarse el pijama espacial del Capitán Kirk. El actor ya había protagonizado otra de sus inquietantes ficciones para la serie (Nick of Time) y ambos repetirían alianza en un capítulo de culto de Star Trek, The Enemy Within. Matheson elogió tanto la labor del actor como del director (un jovencísimo Richard Donner) pero se mostró decepcionado por el diseño de la criatura. En su opinión "se veía algo ridículo; parecía un huraño osito de peluche".
- It's a good life (1961). “Este es el monstruo. Se llama Anthony Freemont. Tiene seis años de edad, un dulce rostro infantil y hermosos ojos azules…”. Stephen King nunca ha tenido reparos en describirse a sí mismo como “un producto de La Dimensión Desconocida”. Como la mayoría de chavales de su generación creció fascinado con la serie, que acabaría ejerciendo una poderosa influencia en su posterior carrera como escritor. Tal vez por eso el eco de este capítulo resuene poderosamente en Los chicos del maíz (Fritz Kiersch, 1984), del mismo modo que esta adaptación de Serling del relato original de Jerome Bixby evidencia su deuda con El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960).
Convertir los caprichos de un mocoso en una parábola sobre la represión de la vida en provincias no está al alcance de cualquiera, como se encargaría de confirmar el remake cinematográfico de Joe Dante. La resolución del original es mucho más oscura y terrible, sin necesidad de recurrir al guiño nostálgico ni a la cultura popular para aliviar el mal trago. El episodio conocería una secuela en su revival de 2002, titulado It's Still a Good Life, con Bill Mummy (el niño protagonista) y Cloris Leachman (su aterrorizada madre) repitiendo sus respectivos papeles cuarenta años más tarde. Como curiosidad, señalar que la propia hija de Mummy, Liliana, interpreta en la ficción a la pequeña Audrey, perpetuando así la tradición familiar.
- Eye of the beholder (1960). Si existe un capítulo que resuma las constantes del estilo de Rod Serling, sin duda es éste. El espectador asume un planteamiento cotidiano y realista: en un hospital, una mujer espera el resultado de su operación de cirugía estética. Pero a medida que avanza el metraje la incertidumbre de la protagonista comienza a adquirir visos más grotescos. El brillante golpe de efecto propuesto por Serling se sostiene gracias al esfuerzo de planificación de Douglas Heyes: todo un prodigio de austeridad, ritmo y rigor narrativo, que insinúa más de lo que muestra mediante una puesta en escena casi expresionista.
La inversión final del punto de vista nos invita a reflexionar sobre el distorsionado ideal de belleza de una sociedad víctima de las apariencias. Por más que los la excelente banda sonora del gran Bernard Herrmann contribuya a dotar al episodio de una atmósfera de ciencia-ficción, su mensaje sigue tan vigente como el primer día. Y eso es lo más inquietante de todo.
- The invaders (1961). En nuestro recorrido resulta inevitable volver una y otra vez sobre Richard Matheson. Ya sólo como guionista de la serie, el autor de Soy Leyenda (1954) y El increíble hombre menguante (1957) merecería un capítulo aparte; bien sea adaptando material propio (véase Night Call, magistralmente dirigido por Jacques Tourneur) o firmando libretos originales como el que nos ocupa.
Siguiendo con la máxima de "menos es más", Douglas Heyes vuelve a obrar el milagro. Los rigores de la producción obligaron a desarrollar la historia en un único escenario, reciclando maquetas y atrezzo de Planeta Prohibido (Fred McLeod Wilcox, 1956) sin que el resultado se resintiese lo más mínimo. La soberbia interpretación de Agnes Moorehead en el papel de una granjera acosada en la intimidad de su hogar por unos extraños invasores, se convierte en la principal atracción de un capítulo que prescinde de los diálogos, en favor de la sensacional partitura de Jerry Goldsmith. Eso por no hablar de la sorpresa final, sencillamente memorable.
-Shadow play (1961) es un ejemplo de la impronta visionaria del malogrado guionista Charles Beaumont. A pesar de su temprana muerte, víctima de una extraña enfermedad degenerativa, nos legó una fecunda obra que clama por una inmediata reivindicación. Esta historia, sobre la pesadilla recurrente de un reo condenado a muerte, ofrece una visión de la realidad conceciba como "un sueño dentro de otro sueño". Los paralelismos metalingüísticos con Pesadilla en Elm Street (Wes Craven, 1984) y Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993) no son casuales y se prolongan -si me apuran- hasta Abre los ojos (Alejando Amenábar, 1997) y Orígen (Christopher Nolan, 2010).
A caballo entre el cine negro y la alegoría siniestra, el realizador John Brahm orquesta una pieza de cámara basada en el montaje fragmentado y los planos subjetivos, de una postmodernidad inintencionada pero aplastante. Y lo consigue sin abandonar la economía de medios, haciendo gala de un sombrío tono onírico que sintoniza con el David Lynch de Carretera perdida (1997) y alecciona sobre los límites de la ficción y la vida misma, concebida como un sueño dentro de un sueño. Ese territorio sin mapas que todavía conocemos como La Dimensión Desconocida.
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